jun 20

Artículo publicado por Vicenç Navarro en el diario EL PAÍS, 29 de mayo de 2004

El Profesor Navarro recomienda la lectura de este artículo que publicó en el año 2004, y que continúa vigente hoy en día.

A raíz de la boda del príncipe de Asturias, señor Felipe de Borbón, y de la señorita Letizia Ortiz, hemos visto una gran movilización mediática y política encaminada a promover la Monarquía en España, intentando trasladar al príncipe de Asturias la simpatía popular existente hacia el monarca Juan Carlos, de manera tal que la población española, a la cual se supone más juancarlista que monárquica, se convierta también en felipista, garantizándose así la continuidad de la Monarquía en España. Ni que decir tiene que acato la Constitución Española y, por lo tanto, considero al Monarca como el jefe del Estado español. Ahora bien, la misma Constitución me permite ejercer mi derecho de intentar cambiarla, incluyendo el ordenamiento institucional que en ella consta, a fin de que España deje de ser una Monarquía para pasar a ser una República. Estas notas intentan explicar por qué desearía este cambio.

A partir del momento en que tuve que dejar España por razones políticas, debido a mi participación en la lucha contra la dictadura en los años cincuenta y principios de los sesenta, viví un largo exilio que me llevó a vivir en dos monarquías, Suecia y Gran Bretaña, y en una república, EE UU. Y aunque he sido muy crítico en mis escritos con la democracia estadounidense y no aconsejo tomar aquella democracia como un punto de referencia para la nuestra, sí que existe, sin embargo, un elemento muy positivo en ella: la cultura republicana en la que las distancias sociales entre el jefe del Estado y las clases populares son mucho más reducidas que en las monarquías, incluyendo la española. La cultura republicana transmite una sensación de que el poder deriva de la ciudadanía, puesto que si el jefe del Estado no les agrada, pueden cambiarlo por otro jefe de Estado. Es más, cualquier ciudadano puede aspirar a tal puesto de servicio público. Esta menor distancia entre el jefe de Estado y la ciudadanía que existe en las repúblicas versus las monarquías se reduce todavía más cuando tal jefe de Estado procede de las clases populares, sintiendo al presidente como alguien suyo. En EE UU pude ver, por ejemplo, cómo las clases populares se identificaron y apoyaron al presidente Clinton (hijo de una ayudante de enfermería) cuando sectores importantes del establishment estadounidense quisieron destituir al presidente. De ahí que valore enormemente esta sensación de poder y complicidad que existe entre el jefe de Estado y la ciudadanía en la cultura republicana. Nada asegura más el principio de responsabilidad democrática que el sentido de que el jefe de Estado es responsable frente a la ciudadanía y su servidor, siendo accesible tal cargo a quien la ciudadanía elija. De ahí que la Constitución estadounidense que comienza con las espléndidas palabras «Nosotros, el pueblo, decidimos…» ha inspirado a millones de ciudadanos de aquél y otros países.

En las monarquías, por el contrario, la distancia social es intrínseca en el sistema y se traduce en España en que el Rey llama de tú a todos los ciudadanos a los que se les exige referirse a él como de usted. Es más, existe un ambiente protocolario, cortesano y jerárquico que enfatiza esta distancia, como queda reflejado, por ejemplo, en que la puerta principal del Parlamento español sólo se abre cuando pasa por ella el Rey y no los representantes del pueblo. Otro ejemplo es que el himno nacional es en realidad una marcha real frente a la cual los ciudadanos se yerguen respetuosamente en silencio. Se reproduce así una cultura de vasallaje, a la que sectores de las izquierdas no son inmunes. Véase, si no, el blindaje mediático que la figura del Rey tiene en España, en la que voces críticas apenas tienen cabida en los medios de información y persuasión tanto públicos como privados.

A esta reserva que tengo hacia el sistema monárquico en general añado las que tengo a la Monarquía en España, institución que ha sido profundamente conservadora en la historia de nuestro país y que se ha caracterizado hasta muy recientemente por ser, junto con la Iglesia y las fuerzas armadas, sostén de la dictadura, responsable del retraso económico, político y cultural de nuestro país. Las repúblicas fueron las épocas que modernizaron más a España, modernización que no podría ocurrir sin alterar los enormes privilegios que tales poderes fácticos tuvieron en nuestro país y que siempre se revelaron frente a tales modernizaciones. La última vez que esta rebelión ocurrió fue en el golpe militar de 1936 y en el establecimiento de la dictadura que contó con el apoyo de la Monarquía, siendo el actual Monarca beneficiario directo de aquella dictadura, de cuyo dictador, el Monarca ha señalado una estima y respeto, considerándolo casi como su padre, no tolerando, según sus propias palabras, que se hable mal del general Franco en su presencia. Tal dictador fue el que interrumpió un régimen democrático instaurando un régimen brutal, enormemente represivo, durante cuarenta años de dictadura. Se me dirá, con razón, que el Monarca dirigió los elementos dentro de la nomenclatura franquista que facilitaron el establecimiento de la democracia. Pero aquel proceso fue un constante proceso de acomodación en que las primeras propuestas realizadas desde tal nomenclatura distaron mucho de ser democráticas, siendo la presión popular y las fuerzas democráticas (de las cuales las izquierdas fueron las más importantes) las que fueron forzando su democratización. La vocación democrática de sectores de la nomenclatura como la Monarquía era, en realidad, un intento de adaptación para asegurar su persistencia en las instituciones venideras. No hay que olvidar que tales sectores, incluyendo la Monarquía, incluso en los primeros años de la Transición, falsearon la historia de España, glorificando el golpe militar y la dictadura de los cuales ellos fueron herederos. Así, el 18 de julio de 1978, la Casa del Rey publicó el siguiente texto: «Hoy se conmemora el aniversario del Alzamiento Nacional, que dio a España la victoria contra el odio y la miseria, la victoria contra la anarquía, la victoria para llevar la paz y el bienestar a todos los españoles. Surgió el Ejército, escuela de virtudes nacionales, y a su cabeza el Generalísimo Franco, forjador de la gran obra de regeneración». Una regeneración que condujo a 192.684 ejecuciones y asesinatos, incluyendo 30.000 que continúan desaparecidos (sin que la Monarquía o los gobiernos democráticos hayan ayudado a los familiares de tales desaparecidos a encontrar a sus seres queridos), y al gran retraso económico, social y cultural del país, como lo demuestra que cuando el dictador murió, España tenía el porcentaje más elevado de Europa (84%) de personas con escasa educación. No comparto, por lo tanto, la idea tan extendida de que el Monarca había sido durante todos aquellos años de la dictadura y de la Transición un demócrata clandestino que esperaba establecer la democracia. Otra lectura que encuentro más razonable es que el objetivo final era conservarse en el poder, adaptándose a la nueva situación que iba apareciendo como consecuencia de los cambios en las relaciones de fuerza entre las izquierdas y las derechas, proceso en el que las derechas impusieron elementos de continuidad tales como la Monarquía.

Pero esta continuidad ha supuesto un coste. La Monarquía, y su entorno, no es sólo un grupo profundamente conservador (ver, por ejemplo, las declaraciones a El Periódico, 8-7-2003, del que fue durante muchos años (1977-1993) jefe de la casa real, el general Sabino Fernández Campos, el cual subraya su coincidencia con Pío Moa, uno de los mayores apologistas del golpe militar y de la dictadura que implantó) muy alejado de la experiencia y cotidianidad de la mayoría de las clases populares (véase la excesiva opulencia de la boda real), sino que también actúa como inhibidor de la recuperación de la historia real de nuestro país, recuperación sin la cual no se puede establecer una cultura auténticamente democrática, estableciendo los valores republicanos en los que tal cultura se basa. No existe hoy en España conocimiento por parte de la juventud de lo que fue la II República, la etapa más progresista de España en la primera mitad del siglo XX, de lo que fue el golpe fascista militar, de lo que fue la dictadura, de lo que significó una transición inmodélica, del enorme sacrificio que supuso para millones de españoles que lucharon por la democracia y que hoy tienen que tolerar que se hable bien de Franco (en tantos y tantos monumentos franquistas en nuestro suelo), teniendo que saludar la bandera monárquica, cuyo único cambio con la del régimen anterior ha sido la mera eliminación de los símbolos fascistas, teniendo que aceptar, por otro lado, la ridiculización, cuando no la prohibición, de los símbolos republicanos. Véase si no la reacción cuando el Gobierno australiano tocó el himno republicano que fue cantado por millones de españoles en la época más modernizadora del país; ello creó una enorme agresividad por parte del establishment político y mediático conservador sin que hubiera voces importantes de las izquierdas mayoritarias que defendieran tal himno y lo que representó.

Y otro indicador de este respeto excesivo hacia las instituciones conservadoras -tales como la Monarquía y la Iglesia Católica- por parte de grandes sectores de las izquierdas es que todavía hoy el Estado español financia clases de religión, dadas por profesores nombrados por la Iglesia, que no describen objetivamente el papel negativo que la Iglesia tuvo en España (liderando durante la dictadura la represión en contra de los maestros que enseñaron valores democráticos, laicos y republicanos), sino que promueven la religión, haciéndolo de tal manera que tal enseñanza se convierte en mera propaganda religiosa. ¿Cómo puede hoy un Estado democrático financiar propaganda religiosa y subvencionar a la Iglesia católica, una institución enormemente conservadora, que nunca ha pedido perdón al pueblo español (como tampoco lo ha pedido la Monarquía o las fuerzas armadas) por haber apoyado a la dictadura? En realidad, todos estos hechos muestran que la Transición inmodélica supuso en realidad la abertura del Estado conservador español a las izquierdas en lugar del establecimiento de un Estado auténticamente democrático, sin miedos e inhibiciones, que permitiera el debate, análisis, crítica e incluso denuncia de aquellos intereses y poderes fácticos que redujeron el enorme potencial que nuestros pueblos tienen en España.

Soy consciente del papel positivo que jugó el rey Juan Carlos en el intento fallido del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y que significa un distanciamiento hacia su propio pasado, comprometiéndose con la democracia, punto clave para explicar su popularidad (aupada enormemente por los medios de información y persuasión del país). De ahí que sea también consciente de que la petición de establecer en España una República hoy pueda leerse como poco realista y como un mero gesto testimonial. Ahora bien, lo que sí es realista, necesario y urgente es exigir un cambio en la relación entre la sociedad y la Monarquía, considerando al jefe de Estado como responsable a la ciudadanía, perdiendo este servilismo tan extendido en nuestro país hacia el Monarca, recuperando la cultura republicana tan necesaria hoy en nuestro país, sin subterfugios y otras racionalizaciones insostenibles como referirse al Monarca como el primer republicano del país y otras inexactitudes que traducen el desconocimiento de lo que es y significa ser republicano. La Monarquía no puede ser un obstáculo para recuperar la memoria histórica y la cultura democrática que el país necesita y todavía no tiene.

Ver artículo en PDF

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies