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Publicado en  SISTEMA DIGITAL, 8 de enero de 2010.

Este artículo critica la independencia que los Bancos Centrales en la UE, incluido el Banco Central Europeo, tienen del poder político, lo cual explica que antepongan los intereses de los sistemas bancarios por encima de los intereses generales de la sociedad.

Uno de los problemas mayores que existe con los Bancos Centrales en Europa (tanto los nacionales como el Banco Central Europeo, BCE) es que, por lo general, se ven a sí mismos como defensores del sistema bancario, el cual ejerce una excesiva influencia sobre ellos. Creer que tales Bancos centrales están gobernados por profesionales apolíticos motivados por el bien común es de una ingenuidad muy costosa para la economía productiva y para el bienestar de la población. La gran mayoría de sus directores tienen los intereses del sistema bancario como su preocupación esencial. Tanto la experiencia del Banco de España, como la del Banco Central Europeo así lo confirman.
De ahí que haya sido un error haberles dado plena independencia, sin responsabilidad frente al poder político. Tal medida se justificó con el argumento de que los gobernadores de los Bancos centrales tenían que ser conscientes de que no sufrirían sanciones al tomar medidas impopulares. Era, en realidad, una manera de proteger a los sistemas bancarios, pues cuando tomaban decisiones que dañaban a amplios sectores productivos y a la población que trabajaba en ellos, los bancos centrales quedaban (y continúan quedando) impunes. De nuevo, la experiencia del Banco de España, como la del Banco Central, muestran la veracidad de esta observación.
Esta independencia de instituciones públicas (como son los bancos centrales), no es sólo un insulto al carácter democrático de nuestras sociedades, sino también es una medida muy equivocada, pues los intereses del sistema bancario no siempre coinciden con los intereses generales. Son muchas las veces en que tales intereses no son convergentes. Tales bancos centrales debieran estar supervisados por representantes elegidos por la población (es decir, miembros de los Parlamentos), a los cuales deberían rendir cuentas, y cuyos directores debieran poder ser destituidos según el deseo popular. Una de las grandes paradojas es que el gobierno federal de EE.UU., el cual se percibe en Europa como un gobierno liberal, tiene un Banco Central, el Federal Reserve Board, cuyos gobernadores son nombrados por el gobierno federal (con la aprobación del Congreso de EE.UU.), al cual rinden cuentas. Tal Banco Central tiene en su mandato el objetivo de “conducir la política monetaria del país, a través de influenciar las condiciones crediticias y monetarias de la economía, con el objetivo de alcanzar el máximo empleo posible, además de mantener precios estables”. El mandato incluye, de manera preferente, alcanzar el pleno empleo, además de controlar la inflación, un orden de prioridades inverso al que tienen los Bancos Centrales en Europa, incluyendo el Banco Central Europeo. Es precisamente en la Unión Europea donde se ha enfatizado más la independencia de los Bancos, siendo tal independencia una condición de pertenencia a la Unión Europea. Su máxima expresión se ha alcanzado con el Banco Central Europeo. Tal independencia es un indicador del enorme poder del capital financiero en la Unión Europea. Y ello ha significado un coste elevado, pues han predominado los intereses del sistema bancario sobre las necesidades del sistema económico productivo, del crecimiento económico y de la creación de empleo. El hecho de que la Unión Europea haya tenido en los últimos treinta años  un crecimiento económico y una tasa de creación de empleo menor que EE.UU. se debe precisamente a este hecho. El Banco Central Europeo ha liderado las políticas favorables al sistema bancario, promoviendo como principal objetivo conseguir una estabilidad de precios a la baja (es decir, una inflación –el mayor enemigo del sistema bancario- lo más baja posible), a costa de un menor crecimiento económico y de una baja creación de empleo. Esto lo ha conseguido mediante el encarecimiento del dinero y del crédito (con elevados intereses bancarios, mucho más elevados que en EE.UU.) y a base de dificultar la expansión del gasto público, siguiendo los criterios de Maastrich, según los cuales los estados miembros de la UE tienen que tener un déficit del estado igual o menor al 3% del PIB, condición que hubiera excluido a EE.UU. de poder ser aceptado en la UE, pues los déficits del gobierno federal de EE.UU. han sido durante el periodo 1980-2007 superiores al permitido en la UE.
Si al mundo empresarial y a la ciudadanía se les dificulta conseguir prestamos y dinero para invertir y consumir y al sector público se le obstaculiza poder aumentar el gasto público y con ello estimular la economía, es lógico y predecible que el crecimiento de la economía, y la creación de empleo será menor que si al mismo país y al mismo continente (en este caso la UE) se les hubiera permitido tener políticas crediticias más favorables e intereses bancarios más bajos, y sus estados pudieran haber tenido un mayor déficit y un mayor gasto público. Esto es fácil de entender y es lo que ha estado pasando. De ahí que querer mantener estos criterios en estos momentos de gran recesión es enormemente erróneo  y debiera denunciarse, pues las políticas impuestas por organismos como los Bancos Centrales (incluyendo el BCE) son enormemente costosas y están haciendo un gran daño a la mayoría de la población. Las izquierdas debieran denunciar este enorme dominio del capital financiero en los países de la UE, que se basa en la independencia  por parte de los bancos centrales que debiera interrumpirse, permitiendo un mayor control de tales bancos (todos ellos entes público)  por parte de los representantes de la población.
Dos últimas observaciones. Como es predecible, el sistema bancario y sus Bancos Centrales (incluyendo el BCE) niegan ninguna responsabilidad en la destrucción del empleo, atribuyéndolo a las supuestas rigideces del mercado de trabajo y a lo que consideran excesiva permisividad pública hacia los déficits públicos. Y a través de sus agencias evaluadoras de los bonos e instrumentos bancarios penalizan a aquellos estados que consideran excesivamente tolerantes hacia su déficit público. El caso más reciente es la evaluación de los bonos del estado español, por parte de la agencia Standard & Poor’s, penalizándolo por lo que consideran ser déficits excesivos. Es absurdo (y no hay otra manera de decirlo) considerar –como lo considera la Banca y sus apologistas como Sala i Martín- (ver Sala i Martín, Enterrar a Keynes, La Vanguardia, 17.12.09) tales agencias como independientes  de la Banca. Tales agencia están, en la práctica, pagadas por la Banca y están al servicio de la banca. Fallaron estrepitosamente en su supuesta evaluación del valor de los productos bancarios, definiéndolos como excelentes justo una semana antes de que colapsaran. Su credibilidad es nula y son instrumentos de los intereses bancarios. Considerarlos independientes es un ejemplo más de la impermeabilidad del dogma liberal a los datos que les rodean. Lo que estamos viendo hoy es una enorme agresividad del capital financiero hacia los Estados que, conscientes de la gran responsabilidad que los bancos han tenido en causar la crisis actual, están acentuando su intervencionismo, que aún cuando ha sido hasta ahora extraordinariamente limitado, está causando una gran preocupación en los sistemas bancarios. En EE.UU., incluso el que fue en su día Gobernador del Banco Central Estadounidense (The Federal Reserve Board) Alan Greenspan, admitió en una entrevista al Finantial Times que “la nacionalización de la Banca puede ser la menos mala de todas las opciones”. Y tanto el The New York Times como el Washington Post han publicado artículos pidiendo la nacionalización de la banca. Es en este clima intelectual que parece irresponsable que se quieran mantener los Bancos Centrales que supervisan la banca como agentes independientes, sometidos primordialmente a la influencia de la banca. Que no se esté considerando la pérdida de tal independencia es un indicador más de la excesiva influencia del capital financiero sobre el poder político.

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