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Publicado en El País, 1 de mayo de 2008.

Una característica de muchos países desarrollados ha sido el crecimiento de sus desigualdades sociales a causa de políticas que han diluido la cohesión social que caracterizó la mayoría de países europeos y EEUU durante el periodo que siguió la Segunda Guerra Mundial, cuando el keynesianismo y las políticas redistributivas centraban las políticas económicas y fiscales. Incluso el Presidente Republicano Richard Nixon de EEUU dijo en su día: “todos somos keynesianos”.
Ahora, estableciendo un paralelismo semejante, gran parte de los dirigentes de gobiernos de ambos lados del Atlántico podría decir que “todos somos liberales”, porque la situación cambió a partir de los años ochenta con la llegada del Republicano R. Reagan a la presidencia de los EEUU y del gobierno conservador de Gran Bretaña liderado por M. Thatcher. El abandono de las políticas resdistributivas, del keynesianismo y del intervencionismo público ha tenido como consecuencia un enorme incremento de las desigualdades sociales que han alcanzado su mayor expresión en EEUU. Tales desigualdades aparecen en todas las dimensiones de la sociedad incluyendo la calidad de vida de sus ciudadanos. Una persona perteneciente al cinco por ciento del nivel de renta superior en EEUU vive veinte años más que una persona perteneciente al 5% de renta inferior (un trabajador no cualificado con más de cinco años en paro). En la Unión Europea de los Quince (UE-15) la diferencia es de siete años y en España de diez años, uno de los diferenciales más altos de la UE-15.
Dentro de cada país, los años de vida que una persona vive, parecería depender del nivel de renta que la persona tenga. A mayor renta, más años de vida. Con tal renta la persona puede adquirir los recursos que van desde alimentos saludables a ejercicio físico, educación y otros determinantes de su salud que le permite mayor calidad de vida. Pero tal explicación es insuficiente para explicar las enormes diferencias en mortalidad en la población. Así un trabajador no cualificado con más de cinco años en paro en Harlem, Nueva York, tiene una mortalidad mayor que una persona de clase media de Bangladesh, el país más pobre del mundo; y ello a pesar de que el primero, la persona de Harlem, tiene muchos más recursos (veinticinco veces más renta per cápita) que la persona de clase media de Bangladesh. Si el mundo fuera una sola sociedad, la persona de Harlem pertenecería a la clase media mientras que la de clase media de Bangladesh sería pobre. Sin embargo, la persona promedio de Bangladesh vive más años que la persona de Harlem. Otro ejemplo de que la diferencia en los niveles de renta no explican la mortalidad diferencial entre seres humanos es que el tercio superior de la población de EEUU tiene unos indicadores de salud peores que el tercio inferior de la población con menor renta de Gran Bretaña, a pesar de que el primer grupo es mucho más rico que el segundo. Nivel de renta per se, por lo tanto, no es garantía de buena salud.
Una explicación que se ha dado a este hecho de mortalidad diferencial entre las clases pudientes de EEUU y las clases populares de Gran Bretaña es que la población estadounidense tiene unos hábitos de vida menos saludables que la población británica; tiene, por ejemplo, una dieta alimentaria peor  que la británica. Y Gran Bretaña tiene un Servicio Nacional de Salud que garantiza el derecho de acceso a los servicios sanitarios en caso de necesidad, un derecho inexistente en EEUU. Tales explicaciones, aunque validas, son también insuficientes. En realidad, el tercio de la población de EEUU con nivel superior de renta tiene unos hábitos de vida semejantes a los existentes en los países europeos y tiene cobertura sanitaria a través del aseguramiento privado. ¿Cuál es entonces la razón de esta mortalidad diferencial?
Para responder a esta pregunta hay que constatar que existe un gradiente de salud en todos los países independientemente de su riqueza. El profesor Michael Marmott ha estudiado, por ejemplo, los niveles de salud de los funcionarios públicos en Gran Bretaña y ha visto que factores como la alimentación, el hábito de fumar,  el nivel de grasas en la dieta y otros factores, explican sólo un 30% de las diferencias de mortalidad entre los más y los menos sanos. Tales factores, que centran las intervenciones de salud pública, basadas en un mejoramiento de los hábitos de consumo y comportamiento individual son de gran importancia pero insuficientes. Otros factores juegan un papel incluso mayor. Entre ellos está la sensación de poder controlar el trabajo y la vida de uno mismo. Tal sensación determina que a mayor percepción de control de la vida, mayor nivel de salud. En realidad, la renta, la educación, el estatus social y otras variables son instrumentos para alcanzar tal sensación de control. Pero esta sensación que se presenta a nivel de cada persona, depende de cómo tal persona se relacione con otras. A mayor sociabilidad y solidaridad,  mejor salud. Ahí está la raíz del problema y por lo tanto la vía para encontrar la solución.
El darwinismo social que caracteriza las políticas liberales (en las que cada persona debe competir con otras, valiéndose por ella misma, con escasa protección social) es la mayor causa de patología social, y de escasa calidad de vida y salud para la mayoría de la población. La prueba empírica de ello es que el mejoramiento de las tasas de mortalidad para todos los grupos en Gran Bretaña se ralentizó durante la época Thatcher, cuando el liberalismo alcanzó su mayor desarrollo en Gran Bretaña. Las políticas públicas thacherianas, con reducción de las políticas redistributivas, con énfasis en la competitividad y falta de protección social responsables del aumento de la inseguridad laboral y del desempleo, crearon un empeoramiento de la tasa de mortalidad en todas las edades y en la mayoría de la ciudadanía. No sólo se incrementó la mortalidad diferencial entre ricos y pobres sino entre todas las clases sociales. Lo mismo está ocurriendo en EEUU y ello como consecuencia de las políticas liberales de la Administración Bush.
De estas realidades se deduce que el abandono de las políticas redistributivas a favor de las políticas antipobreza y antiexclusión social son importantes pero muy insuficientes porque la mayoría de la población no es pobre ni está excluida y en cambio su potencial de vida queda disminuido con la falta de solidaridad y cohesión social. Lo que se requiere son programas altamente redistributivos que mejoren la calidad de vida de la mayoría de la ciudadanía, disminuyendo las distancias sociales y aumentando la solidaridad y la cohesión social.

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