Artículo publicado por Vicenç Navarro en el diario digital EL PLURAL, 30 de agosto de 2010
En varios de mis libros y en muchos artículos he sido critico de las tesis muy generalizadas en los establishments políticos y mediáticos de España de que la Transición fue modélica y de que no hubo en ella un acuerdo tácito por parte de las derechas y de las izquierdas de no mirar al pasado, olvidando la memoria de los vencidos en la Guerra Civil. En mis escritos he sido crítico de autores, como Santos Juliá, que debido a su acceso privilegiado en los medios han tenido un protagonismo en la promoción de tales tesis. Este autor ha respondido con un artículo insultante y ofensivo, sin contestar los datos y argumentos referidos en mi crítica. Este artículo mío, ahora, responde a tal respuesta, haciendo una petición de que en una democracia se destierren los insultos y sarcasmos y que se debata todo, incluido lo que se considera heterodoxo dentro de la sabiduría convencional del país.
A la vuelta de mi exilio, una de las realidades que me encontré en España que más me sorprendió fue lo generalizada que estaba en los establishments políticos y mediáticos del país la definición y percepción del proceso de transición de la dictadura a la democracia como modélica. Los datos, que publiqué en mi libro “Bienestar insuficiente. Democracia Incompleta. De lo que no se habla en nuestro país”, Editorial Anagrama, 2002, no avalaban tal percepción. La transición se hizo en términos muy favorables a las derechas (que dominaron aquel proceso), determinando una democracia muy limitada y un estado del bienestar muy poco desarrollado. Los datos que probaban lo que decía estaban ahí para el que quisiera leerlos. Y si alguien estuviera en desacuerdo, hubiera sido muy bienvenida su aportación de datos cuestionando los míos. Pero no llegaron. En su lugar, la respuesta a mi libro por parte de voces de aquellos establishments fue ignorarlo o abierta hostilidad. Por desgracia (y aunque el libro recibió el Premio de Ensayo de Anagrama 2002), el impacto de mi crítica fue mínimo, pues tal definición de la transición como “modélica” continúa enraizada en aquellos establishments y a través de ellos en amplios sectores de la intelectualidad española.
Uno de los indicadores de lo inmodélica que fue aquella transición fue la injusticia que se hizo hacia los vencidos en aquel conflicto, olvidando su historia. A lo máximo que se llegaba en los medios de mayor difusión del país (tales como la televisión) era a presentar como equidistantes las atrocidades llevadas a cabo por los mal llamados “dos bandos” (a los que se llamaba nacionales por un lado y republicanos por el otro). Pero esta versión del pasado y el olvido de la lucha de los vencidos no era sólo la perpetuación de una enorme injusticia, sino un enorme error político de las fuerzas democráticas del país (y muy en especial de las izquierdas, que habían representado a los vencidos en aquella transición), pues el poder de las derechas derivaba precisamente del control de aquella memoria. De ahí que hubieran promovido el olvido del papel clave que las izquierdas tuvieron en la defensa de la única democracia anterior a la actual que había vivido España, y su recuperación. Era lógico que las derechas, que tuvieron gran responsabilidad en el alzamiento golpista (a los que se les llama también rebeldes) y en el establecimiento de la dictadura, quieran mirar adelante sin mirar atrás. Pero ha sido un profundo error de las izquierdas contribuir a aquel olvido, porque el que controla el pasado controla el futuro. Y esto es mucho más que una mera frase retórica. En mi libro “El subdesarrollo social de España. Causas y consecuencias”. Anagrama. 2006, intenté mostrar que el enorme retraso de la democracia española y de su estado del bienestar se basa precisamente en el enorme poder que las derechas han tenido históricamente y continúan teniendo en nuestro país, incluyendo en sus medios de información y persuasión.
En mis escritos tuve que hacer crítica de los autores que, debido a su acceso privilegiado a los medios de mayor difusión, han tenido una elevada prominencia en la promoción de la percepción y definición de la transición como modélica. Tales autores consideran que la transición fue un pacto entre iguales –entre los herederos de los vencedores y de los vencidos-, negando a su vez que hubiera habido un silencio de la memoria de los vencidos. Entre ellos estaba el columnista de El País, y Catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de España (UNED), Santos Julià. Quisiera añadir que en mis críticas nunca utilicé ni el insulto ni el sarcasmo. Un aspecto que me desagradó profundamente cuando me integré de nuevo en la vida académica y política de nuestro país fue la excesiva tirantez y agresividad en los debates políticos, e incluso académicos, que atribuí a la escasa experiencia democrática y a la rudeza de la derecha española (homologable en muchas de sus posturas y narrativas a las ultraderechas europeas). Todavía hoy escribo en diarios de los países en los que he vivido durante mi largo exilio (Suecia, Gran Bretaña y EEUU), y en ninguno existe el nivel del insulto, sarcasmo, estridencia e hipérbole que aparece en España. La agresividad de las derechas en España es enorme, y ha contagiado en muchas ocasiones a las derechas democráticas (todavía minoritarias en las derechas en España), al centro político e incluso, a veces, a las izquierdas.
¿Hubo o no silencio sobre nuestro pasado?
En mis críticas suelo referirme a datos y a experiencias concretas. Un ejemplo de ello es mi crítica a la postura de Santos Julià, que sostiene que no hubo silencio sobre el pasado ni sobre la memoria de los vencidos (aportando, como muestra de la veracidad de su postura, libros escritos sobre la Guerra Civil desde una perspectiva republicana). En mis trabajos indiqué que la mayoría de tales libros eran académicos, señalando que la distancia entre la academia y la calle es enorme en España. En realidad, en los medios de mayor importancia para poder llegar a la mayoría de la población, tales como la televisión, el primer documental mostrando la enorme y brutal represión en contra de los vencidos, “Els nens perduts del franquisme” (Los niños perdidos del franquismo) se hizo casi un cuarto de siglo después de la transición. Si Santos Julià está en desacuerdo, lo lógico sería que mostrase datos que cuestionaran los míos. No hace esto. En lugar de ello, insulta (a lo cual me referiré más adelante).
Lo mismo ocurrió cuando indiqué que una posible explicación de la resistencia a la recuperación de la memoria histórica (hecho que requiere la intervención del estado) por parte de ciertos autores definidos como progresistas, es que no tuvieron la misma experiencia que la que tuvieron los vencidos y, por lo tanto, no sientan con la intensidad con que sentimos los hijos de los vencidos la urgencia y necesidad de que se corrija esta situación. La memoria de los hijos de los vencedores es distinta a la de los hijos de los vencidos. Escribí que la mayoría de tales autores que escriben en contra de la aplicación y extensión de la Ley de la Memoria Histórica son hijos de vencedores, no de vencidos, e indicaba que si fuera al revés, creo que la situación sería distinta. No era mi intención insultar. Ser hijo de una persona que luchó en el lado golpista no es, en sí, un insulto. Muchos de mis compañeros en la clandestinidad en los años cincuenta y sesenta fueron hijos de vencedores. Y muchos militantes del Partido Comunista fueron hijos de vencedores. Este no es el tema. El tema es que ser hijo de vencedores tiene una experiencia distinta a la de ser hijo de vencidos. Es lógico y humano que sean estos últimos, que han tenido en carne viva mayor experiencia de aquella brutal represión, los que deseen con mayor intensidad que se recupere la memoria de los suyos. Decir esto no es, como Santos Julià, maliciosa y erróneamente me acusa, continuar la división de España entre vencedores y vencidos. Pero me parece obvio subrayar que en la experiencia habida en cuanto a la memoria histórica, las memorias entre los hijos de vencedores y los hijos de vencidos son distintas, con consecuencias diferentes. Y es lógico, predecible y humano que sean los que tuvieron la experiencia de los vencidos los que desean con mayor intensidad que no se olviden a sus antecesores, que lucharon para conseguir la democracia durante la República y después. Y que como consecuencia sufrieron una represión brutal. En nuestras familias han habido fusilamientos, prisioneros en campos de concentración españoles y nazis, torturas, humillaciones y exilios. Exigir que se les honre no es revancha o venganza, sino justicia. Naturalmente que en este homenaje tiene que haber una condena de los responsables de tanto sufrimiento. Esto es lo que implica la justicia, y ello significa una necesaria corrección de la historia del país, lo cual, sin duda, debilitaría a las derechas. Repito que este reconocimiento no es la exigencia de perpetuación de la división de los españoles entre vencedores y vencidos, pues hacer aquel reconocimiento y corrección de la memoria histórica es obligación democrática de todos, independientemente de su origen.
En una democracia, los datos y argumentos no deben sustituirse por insultos
Una última observación. Un amigo me envió hace unos días copia de un artículo de Santos Julià sobre mi postura, refiriéndose a mi persona como un “personaje llamado Vicenç Navarro”, al cual define como “residuo del franquismo”. Con esta introducción, la retahíla de insultos (me llama “vil”, “ruin”, “ese caballero”, “retorcida mente”, “deshonrado” y un largo etcétera) y sarcasmos, dirige sus acusaciones a posturas que yo no sostengo, como la de que constantemente en mis trabajos “divido a los españoles entre hijos de vencedores e hijos de vencidos, tal como hacía el franquismo”. Lo que escribí, y repito, es que la gran mayoría de los que se oponen a la recuperación de la memoria histórica son hijos de familias conservadoras y/o hijos de los vencedores que por tal condición no tienen una identificación existencial con los vencidos, señalando, entre otros, a Santos Julià, al cual definí como ex sacerdote e hijo de vencedores. En su artículo niega que fuera hijo de vencedores y que su padre, un oficial de la Armada, no apoyó el golpe militar. Tomo nota de la aclaración. Y no tengo ningún inconveniente –antes al contrario- en hacer tal corrección pública. Pero no se necesita ninguna disculpa pues, aunque hubiera sido hijo de vencedores, no era mi intención insultar, sino describir el background de muchos de los autores que se oponen a la aplicación y extensión de aquella Ley de la Memoria Histórica. Es importante hablar y conocer el pasado de las personas, y como influencian sus posturas políticas en temas tan importantes como la recuperación de la memoria histórica. Ahora bien, me sorprende que si su padre no apoyó el golpe, él se oponga a que el estado ayude a recuperar la memoria de los que lucharon en contra de la dictadura.
Termina Santos Julià su carta ofensiva con un pequeño psicoanálisis, interpretando mi crítica como resultado de mi frustración –dice él- de que no se hubiera dignado responder a las críticas debido –añade- a su pereza. La arrogancia del establishment no tiene límites. Le aseguro a Santos Julià que nunca tuve ninguna frustración porque no contestara a mis críticas, pues su predecible silencio es un indicador de falta de argumentos, aún cuando, al decidir romperlo haya sustituido éstos con insultos y con un estilo que le caracteriza y es bien conocido. Sus posturas sobre la transición, sobre la Guerra Civil, sobre la Ley de la Memoria Histórica y otros temas, son bien conocidas, pues cuentan con amplias cajas de resonancia poderosas en nuestro país. Y mis posturas sobre cada uno de aquellos eventos es distinta y critica de la suya. Si está en desacuerdo, que haga como yo hago, que presente datos, argumentos y experiencias. Pero, por favor, que no insulte. No sólo entre académicos, sino entre demócratas, los desacuerdos se presentan en base a evidencia y argumentos, no con ofensas, sarcasmos o insultos.
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