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Artículo publicado por Vicenç Navarro en la columna “Dominio Público” en el diario PÚBLICO, 14 de agosto de 2014.

Este artículo señala las grandes desigualdades de esperanza de vida que existen dentro de las sociedades tanto desarrolladas como en vías de desarrollo.

Una de las situaciones más preocupantes que se está dando hoy en el mundo es la existencia de grandes desigualdades en indicadores sociales tan importantes como los años de vida y la edad de muerte de las personas pertenecientes a distintos países y a diferentes clases sociales dentro de cada país. La disparidad en la esperanza de vida (es decir, los años que se estima que una persona vivirá) entre países pobres y países ricos es conocida y recibe atención mediática. El hecho de que un ciudadano de Sierra Leona en África viva como promedio 27 años menos que una persona en Japón es un dato importante que moviliza a la comunidad internacional que se considera sensible a los derechos humanos, entre los cuales el derecho a la vida es uno de los centrales (ver Therborn, G., The Killing Fields of Inequality, Polity Press, 2013). Ahora bien, lo que se conoce y reconoce menos son las enormes diferencias existentes en la esperanza de vida dentro de los países, tanto ricos como pobres, diferencias que en ocasiones son incluso mayores que las existentes entre países ricos y países pobres. Así, según Therborn, en estudios epidemiológicos llevados a cabo con gran rigor en la ciudad escocesa de Glasgow, se ha visto que la diferencia del promedio de años de vida entre los barrios más pobres y los más ricos de aquella ciudad industrial de Escocia es de 28 años, una cifra mayor que la diferencia existente entre Japón y Sierra Leona. Incluso en Suecia, uno de los países con menos desigualdades sociales en la Unión Europea de los Quince (UE-15), la diferencia en el promedio de años de vida entre los barrios ricos y los pobres es mayor que la existente entre Suecia (país rico) y Egipto (país pobre). En España tales diferencias de esperanza de vida también se dan. Una persona que vive en el barrio pudiente de Sant Gervasi, en la ciudad de Barcelona, vive ocho años más que una persona que vive en un barrio obrero como el Raval, en la misma ciudad.

Y esta diferencia –como también escribe Therborn– ha ido aumentando, en parte como consecuencia de que, en general, la población más pudiente ha ido viviendo más años. Pero esta no es la única causa. En muchos países, otra causa es que los años de vida de las clases menos pudientes se han ido reduciendo, lo cual apenas tiene visibilidad mediática. En realidad, el crecimiento tan masivo del desempleo que está teniendo lugar en Europa (y que adquiere su máxima expresión en los países del sur de Europa, como España) está teniendo un impacto negativo en los años de vida de la población, primordial, pero no exclusivamente, entre sectores de la población como la desempleada y en paro. Ello está ocurriendo incluso en algunos países escandinavos del norte de Europa, como Finlandia. En realidad, se ha calculado que como consecuencia de la crisis actual, ha habido en Europa un aumento de 8.000 suicidios (desde el inicio de la crisis en 2007 al 2010). Así, extrapolando estos datos al periodo 2015-2019, se ha calculado que, añadiéndose otras causas de muerte, además del suicidio, habrá un incremento de la mortalidad de más de 235.000 muertes, y ello como consecuencia de la continuidad de la crisis, la misma crisis que se calcula provocará un aumento de 9,5 millones de parados durante el mismo periodo.

¿Por qué ocurre esto?

Ni que decir tiene que ha habido muchos trabajos científicos orientados a analizar por qué hay un gradiente de mortalidad según la ubicación de la población en la escala social (es decir, según la clase social a la cual la gente pertenece). La gran mayoría de los estudios se han centrado en las diferencias de comportamiento que existen entre clases sociales en hábitos de vida tales como el fumar, la dieta, el ejercicio físico y otros factores considerados, con razón, variables importantes para explicar la esperanza de vida de un individuo. Pero lo que es mucho más importante y mucho menos conocido es que estos factores, aunque importantes, son dramáticamente insuficientes para explicar las diferencias en la esperanza de vida que existen en la población. En realidad, cuando se compara la esperanza de vida de la población que tiene los mismos hábitos (es decir, que come igual, que fuma igual, que hace el mismo ejercicio, y otros factores que influencian los años de vida de una persona), agrupando a las personas por su clase social, se ve que el gradiente de mortalidad por clase social continúa. La influencia de los hábitos de una persona para explicar sus años de vida es menor a la que tiene su ubicación dentro de la escala social. Y puesto que la gran mayoría de la población muere en la misma clase social en la que nació, resulta que la variable más importante para explicar la esperanza de vida es la clase social en la cual el individuo nace y a la cual pertenece.

Ello explica que se hayan hecho estudios para averiguar qué hay en esta ubicación que explique la mortalidad diferencial por clase social. Y la evidencia existente es abrumadora de que una de las variables más importantes para explicar los distintos promedios de años de vida es la sensación de control y satisfacción que la persona tiene sobre elementos clave de su vida, tales como el trabajo que uno tiene. La posibilidad de creatividad que este trabajo permite, el sentimiento de ser tratado justamente o injustamente, y el apoyo y soporte así como la seguridad laboral y protección social que recibe son factores más importantes para explicar la esperanza de vida que los hábitos que las personas tienen.

Esta evidencia existe desde hace años. Ya en los años 70, en EEUU, estudios de los centros de investigación sanitaria más importantes del país (los famosos NIH) mostraron que la variable más importante para explicar la esperanza de vida de las personas (por encima de 65 años) era la satisfacción que estas habían tenido con el trabajo que habían hecho a lo largo de su vida.

A pesar de la evidencia acumulada durante todos estos años, poco se ha hecho al respecto a los dos lados del Atlántico Norte. Y la razón para explicar esta escasa atención es que las políticas públicas que se requieren para aumentar la esperanza de vida pasan no solo por cambios en los hábitos de consumo y estilo de vida, sino también por cambios en las relaciones de poder basadas más en el mundo del trabajo y de la producción que en el área de consumo. Son soluciones que requieren respuestas colectivas más que individuales y que afectan las coordenadas de poder existentes en un país. Para los establishments financieros y económicos (que tienen una enorme influencia política y mediática) es más fácil y menos conflictivo decirle al ciudadano que tiene que dejar de fumar que no que tiene que cambiar las relaciones de poder en el mundo de la producción (a lo que claramente se opondrán tales establishments). Decirle que tiene que organizarse y movilizarse para conseguir más poder en la sociedad, cambiando la naturaleza, por ejemplo, del trabajo, para que este se convierta en un instrumento de placer y creatividad, en lugar de un instrumento para permitir la optimización de los intereses de los que controlan el trabajo es otro cantar. De ahí que se dé mucha más prioridad a campañas anti tabaquismo (que son útiles y necesarias) que no a intervenciones públicas encaminadas a reducir las desigualdades basadas en la ubicación social de las personas y la naturaleza de su trabajo además de su consumo (que son incluso más importantes). Y ello a pesar de que, como han documentado Joan Benach, Carme Borrell, Carles Muntaner, Montse Bergara y otros investigadores españoles, conseguir que las rentas inferiores tuvieran las mismas tasas de mortalidad que las personas de rentas superiores permitiría salvar más vidas que el alcanzar que todas las personas dejaran de fumar. En ciencia hay temas más priorizados que otros, debido a las relaciones de poder (incluidas de clase social, además de género) existentes en un país.

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